Época: Irrup Modernismo
Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
La irrupción del modernismo

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

En esas circunstancias, la delicada y casi idílica pintura impresionista, que desde 1874 había impuesto, no sin vencer numerosas resistencias, un nuevo orden estético, no podía durar. Y en efecto, después de 1876 no volvieron a celebrarse ya exposiciones impresionistas. Por un tiempo, se siguió hablando de neo-impresionismo, pero, en 1910, el crítico inglés Roger Fry acuñó el término Post-impresionismo precisamente para definir una exposición de nueva pintura europea dominada por obras de Gauguin, Van Gogh y Cézanne.
Cronológicamente, fueron Georges Seurat (1859-91) y Paul Cézanne (1839-1906) quienes primero se apartaron de la estética impresionista. Seurat fue un pintor obsesionado por la investigación del color y la línea, y por fundamentar de forma científica la creación artística, preocupaciones que plasmó en sus obras Un domingo por la tarde en la isla de la Grande Jatte y El baño en Asniéres (ambas de 1884-86), obras que sorprendieron porque en ellas Seurat ofrecía una propuesta visual radicalmente nueva, definida por un deseo evidente de objetividad y armonía a través de una representación deliberadamente hierática y la descomposición del color en puntos (lo que daba a su pintura una quietud, un misterio y melancolía que recordaba a Piero della Francesca).

Seurat había creado, así, un nuevo lenguaje artístico y planteado la pintura como una reflexión en profundidad sobre la técnica y sobre los problemas intrínsecos de la representación visual (color, forma), planteamiento que iba a influir decisivamente en toda la pintura posterior. Cézanne se había apartado del impresionismo incluso antes, aunque siguiese participando en exposiciones impresionistas. Fue un pintor solitario y mal comprendido en su tiempo -aunque estimadísimo por las vanguardias de principios del siglo XX-, interesado sobre todo en lograr un arte que, desde la observación de la naturaleza, fuera al mismo tiempo objetivo, duradero y clásico, eliminase la subjetividad del pintor y recuperase los principios de profundidad y orden de la pintura clásica. Esa preocupación le llevó a soluciones basadas en el uso de formas geométricas -cubos, esferas, conos- y en la distribución del color al modo fragmentado de los mosaicos, fórmulas que, en efecto, dieron a su pintura el sentido de la monumentalidad y la armonía serena y sólida que el pintor buscaba.

Gauguin, Van Gogh, Munch y Toulouse-Lautrec realizaron casi toda su obra en los años ochenta y noventa (Van Gogh murió en 1890; Toulouse-Lautrec, en 1901 y Gauguin, en 1903). Todos ellos partieron, como Seurat y Cézanne del Impresionismo. Pero pronto crearon también estilos inconfundiblemente personales, propios y distintos, que llevaron la pintura hacia formas revolucionariamente novedosas. Así, Gauguin (1848-1903), que durante cuarenta años había llevado una vida acomodada y burguesa como agente de Bolsa y que rompió con todo ello para dedicarse al arte, fue el primer pintor en hacer del color el objeto mismo de la pintura. Buscó en el primitivismo natural- de Bretaña, primero, y de Tahití, después- y en el primitivismo artístico -del arte primitivo cristiano, por ejemplo- una forma de liberación contra la artificialidad y convencionalidad del arte y contra los valores de la civilización occidental. Creó así una pintura de una parte, intensamente colorista, y de otra parte impregnada de simbolismo alegórico, espiritualidad profana, sencillez expresiva e inocencia. Van Gogh (1853-90), personalidad atormentada y humilde, muy distinta del arrogante Gauguin -sabido es que la amistad y colaboración entre ambos terminó trágicamente y que Van Gogh se suicidó en julio de 1890, año y medio después de su ruptura con Gauguin- hizo también del color el elemento esencial de su concepción artística. Pero su pintura fue radicalmente distinta. Como hombre profundamente religioso, Van Gogh tenía una misión arrebatadamente mística del arte y, a través del uso de colores explosivos (amarillos, azul marinos, malvas), líneas distorsionadas y pinceladas densas y agitadas, creó un mundo -girasoles, paisajes, cipreses, retratos- de apasionada y atormentada belleza, expresión violenta y conmovedora de las emociones -angustia, melancolía, soledad, desolación- del pintor.

Van Gogh dio a su pintura una patetismo, una energía y una subjetividad insólitas en la pintura del siglo XIX (causa de su fracaso, pero también de la extraordinaria influencia que ejercería en la pintura del siglo XX). Entre sus contemporáneos, sólo el noruego Munch pudo comparársele, como podría inferirse de la descripción hecha más arriba de su obra El grito (1893). Munch -que pasó distintas temporadas en París entre 1888 y 1896, y que se dejó influir por el Impresionismo, primero, y por Gauguin y Van Gogh, después-, creó también un estilo dominado por el uso emocional y expresivo del color y las líneas. Pero, como escandinavo, participaba de la tendencia al individualismo y del culto a la soledad que Wilhelm Worringer, el crítico de arte alemán, vio como elementos definidores de la sensibilidad nórdica. Empleando tonos sombríos y líneas ondulantes y retorcidas, Munch pintó, sobre todo, estados del alma, un mundo de imágenes atormentadas en los que quiso plasmar el "infierno" del hombre contemporáneo (el miedo, la ansiedad, la angustia, la depresión -Munch sufrió una profunda crisis psíquica en 1908-, la enfermedad, el alcoholismo), a través de lo que él mismo describió como una iconografía de "la vida psíquica moderna".

Toulouse-Lautrec (1864-1901), el pintor de Albi, de familia aristocrática y cuerpo deformado por un accidente, arrancó también, a través de Degas, del Impresionismo. Pero bajo la influencia del arte japonés, que también interesó mucho a Van Gogh y Gauguin, y de las técnicas del grabado y la litografía que practicó profusa y revolucionariamente, produjo una obra (cuadros, carteles, obra gráfica) marcada por el dominio de un dibujo y un trazado muy definidos y vigorosos, colores planos y composición y perspectivas en extremo audaces, en la que las impresiones de luz no interesaban nada, y en la que líneas y color eran empleadas con libertad y elegancia inusitadas. Lautrec rechazó, además, el paisajismo. Fue un pintor esencialmente urbano, que observó con ironía y distanciamiento la vida nocturna y bohemia de París, que pintó preferentemente cabarets, artistas, cafés, burdeles y circos (el Moulin Rouge, Jane Avril, Aristide Bruant, el Moulin de la Galette...), componiendo así una especie de gran fresco de la decadencia de la "belle époque".

La influencia que esos cuatro pintores tendría posteriormente en grupos como la escuela de Pont-Aven, los "nabis", los "fauves", el expresionismo alemán o en el propio Picasso, fue terminante. El post-impresionismo era ya una realidad evidente hacia 1900. Fue eso lo que hizo que a partir de entonces, el arte, lejos de consolidar las nuevas aportaciones, entrara en una etapa de experimentación permanente, provocadoramente audaz y creativa, de una parte, pero también y en muchos sentidos, como se verá, indefinible, incoherente y contradictoria.

En todo ello, el "Fauvismo" (de "fauves", animales salvajes, expresión con la que el crítico Vauxcelles definió al grupo de artistas que expuso en el Salón de Otoño de París de 1905, formado por Matisse, Derain, Rouault, Vlaminck y otros) representó la propuesta más puramente estetizante y decorativa. Lo que definió al movimiento fue el uso sorprendente del color -colores planos y puros, sin matices ni modulaciones-, aplicado de forma estridente, impetuosa y desconcertante al cuadro, de manera que el color -y no la línea ni el dibujo ni el tema- fuese a la vez el fundamento y el objeto de la composición. Para Henri Matisse (1869-1954), el más consistente de los "fauves" -que como grupo duraron muy poco-, los colores poseían belleza propia y, en consecuencia, la pintura debía aspirar a procurar, mediante meras combinaciones cromáticas, una experiencia sensorial y emocional placentera: "me gustaría -dijo en una ocasión- que el individuo cansado, agobiado, quebrado, encontrara paz y quietud en mis cuadros". Sus visitas a Marruecos en 1912 y 1913, y el contacto con el arte decorativo musulmán, y sus estancias en Niza a partir de 1916, añadieron luminosidad, intensidad y refinamiento verdaderamente excepcionales a su pintura; y le permitieron conseguir el arte equilibrado y puro, el arte que ni intranquilizase ni desconcertase, que quería.

El Cubismo fue, por el contrario, una opción deliberadamente conceptual y difícil, y a los ojos del gran público -y de la crítica- representó la ruptura más radical que en la Historia del Arte se había producido probablemente desde Giotto. Creado por Picasso (1881-1973) y Georges Braque (1882-1963) en torno a 1907-09, teorizado por Gleizes y Metzinger, autores de Du Cubisme (1912) y por Apollinaire (en Méditations esthétiques. Les peintres cubistes, 1913), de orígenes complejos, pero mucho más intuitivos que intelectuales, el cubismo fue ante todo una manera de experimentar y jugar en el cuadro con las formas y el espacio, mediante la división de los objetos -guitarras, violines, mesas, botellas- en planos y figuras geométricas (cubos, pirámides, esferas, cilindros), para hacer de lo que parecía como un rompecabezas de piezas inconexas, un conjunto armónico y coherente. Sólido, hermético y monocromático, inicialmente -Picasso y Braque utilizaron en los primeros años los colores gris y marrón-, el cubismo fue aligerándose y enriqueciéndose. Picasso, primero -y enseguida, Braque- incorporó la técnica del "collage" pegando al cuadro pedazos de tela y papel y otros materiales; los dos emplearon pronto también, como si fueran planos, letras, cabeceras de periódicos, partituras y recursos similares. Desde más o menos 1911, Picasso empezó a diversificar las formas geométricas (triángulos, rectángulos) y a utilizar colores brillantes. Desde ese momento, la influencia del cubismo, al que se adscribieron numerosos pintores, fue inmensa. Juan Gris (1887-1927) vio en las soluciones cubistas la síntesis de elementos abstractos -formas, colores- que, en su opinión, debía ser la pintura y creó un cubismo austero, sencillo, de gran simplicidad y pureza. Robert Delaunay (1885-1941), en cambio, logró el mismo efecto geometrizante del cubismo -por ejemplo, en los distintos cuadros que pintó sobre el tema de la Torre Eiffel- haciendo que el dinamismo del color determinase la forma, y no al revés. Fernand Legér (1881-1955) usó colores puros, planos y muy llamativos, y formas geométricas simples y evidentes -cilindros, discos, tubos- para crear una pintura figurativa, algo melancólica e irónica, que de alguna forma subrayaba la progresiva mecanización de la vida social que máquinas y tecnologías modernas habían producido.

Aunque por su representación fragmentada y su comprensión complicada no faltaran quienes vieran en él connotaciones trascendentes, el cubismo fue, más que nada, arte sobre el propio arte. Dentro de las nuevas tendencias, sólo el Expresionismo se propuso de forma explícita y deliberada hacer de la incertidumbre moral y de la ansiedad psíquica del hombre contemporáneo el objeto de su creatividad. Movimiento muy heterogéneo, que se extendió desde 1904-5 hasta los años veinte y que incluyó, además de pintura y escultura, literatura (Trakl, Wedekind, Kafka, Döblin, Kaiser y Toller), música (Richard Strauss, Alban Berg) y cine (Murnau, Wiene, Lang), con los antecedentes inmediatos de Munch, Van Gogh y Ensor -el pintor belga de figuras carnavalescas y macabras-, el expresionismo alemán cristalizó en obras individuales como las de Ernst Barlach y Emil Nolde, y en movimientos colectivos, como los de los grupos Die Brücke (El Puente, creado en Dresde en 1905 e integrado por Kirchner, Heckel, Schmidt-Rottluff y Pechstein) y Der Blaue Reiter (El jinete Azul, impulsado en 1911, en Munich, por los alemanes Franz Marc y August Macke y el ruso Wassily Kandisky, muy vinculado, como su compatriota Alexei von Jawlensky, a todas las experiencias alemanas de los años anteriores). Todos ellos, al margen de las diferencias individuales, fueron creando un estilo próximo formalmente al "fauvismo" (al hacer también un uso agresivo del color) pero definido por el patetismo y la agitación, la expresión siempre violenta y distorsionada de las formas -inspirándose a veces en las vidrieras y en la escultura góticas v en la iconografía apocalíptica de los manuscritos medievales-, y por una inquietante "ansiedad metafísica", según la expresión de Worringer.

El mismo Worringer, cuyos libros Abstracción y empatía (1908) y La forma en el Gótico (1912) tuvieron influencia extraordinaria, escribió que el Expresionismo era un arte absolutamente opuesto a la calma y refinamiento del arte clásico. Por eso, vino a ser, por un lado, un arte para tiempos de agitación y penuria, un humanismo cargado de tensión existencial y social. El pintor austríaco Egon Schiele (1890-1918), seguidor de Klimt, creó una pintura -retratos, tipos humanos, paisajes- particularmente violenta, seca y descarnada, trágica en una palabra, que comunicaba un sentimiento de exasperación y desesperanza ante la vida con un grado de expresividad no alcanzado por ningún otro artista antes de 1914. Su compatriota Oskar Kokoschka (1886-1980), el único que le igualó en intensidad expresiva, pintó, sobre todo en los retratos que realizó entre 1907 y 1912, estados del alma, tensiones interiores, "la ansiedad y el dolor" (según sus palabras) de los retratados -sus amigos Adolf Loos y Karl Kraus, el historiador de arte Hans Tietze y su mujer, el crítico H. Walden, el fisiólogo suizo August Forel, el actor Ernst Reinhold, Lotte Franzos, el marqués de Montesquieu y otros-, convirtiéndolos en emblemas del malestar psíquico de la personalidad contemporánea.

En Kandinsky, en cambio, la tensión espiritual del Expresionismo se tradujo en una afirmación de la pintura como revelación de la emoción casi inmaterial del alma del artista (como argumentaría en su libro De lo espiritual en el arte, 1912). Eso le llevó a rechazar progresivamente en su obra toda apariencia de materialidad, a inclinarse gradualmente por una pintura cada vez menos objetiva, estilizando sus paisajes y sus figuras para transformarlas en combinaciones de color y caracteres gráficos, hasta llegar en 1910 a la pura abstracción, al abandono de toda representación figurativa, en uno de los giros más decisivos y sorprendentes de todo el arte nuevo.

Igualmente significativa fue, finalmente, la evolución de la pintura italiana. De una parte, el "Futurismo", grupo organizado por el poeta Filippo Marinetti e integrado por Boccioni, Carrà, Russolo, Balla y Severini, quiso crear el arte del futuro que los futuristas, rechazando todo arte del pasado, todo sentido de armonía y buen gusto -según dijeran en sus resonantes y provocadores manifiestos-, concebían como una expresión del dinamismo de la vida moderna ("una vida de acero -decía el Manifiesto de 1910, escrito por Boccioni- de fiebre, de orgullo y de velocidad enloquecida"). Por eso, recurrieron al uso de formas geométricas (círculos, prismas), tratadas con profusión, repetitivamente, como si se tratara de sucesiones de olas, y a un empleo excepcionalmente dinámico del color, efectos que dieron a su pintura y a su escultura -Boccioni hizo en 1913 con su obra Formas únicas de continuidad en el espacio una de las piezas maestras de la escultura del siglo XX- una sensación casi cinematográfica de velocidad y movimiento.

Pero por otra parte, Giorgio De Chirico (1888-1978), nacido en Grecia, formado en Ferrara, Munich y Florencia, influido por el pensamiento de Schopenhauer y Nietzsche y por la pintura visionaria de algunos románticos alemanes, volvió hacia aquel pasado negado por los futuristas, hacia el mundo greco-latino y hacia el Renacimiento italiano para crear a partir de 1910 una pintura, que él llamó "metafísica", enigmática y misteriosa (escenarios irreales, plazas renacentistas solitarias, luces poéticas, sombras inquietantes, estatuas de mármol, extraños maniquíes, objetos inesperados), con títulos subyugantes -El enigma de la hora, La nostalgia del infinito, La angustia de la partida-, una pintura que parecía nacida del mundo de los sueños y que proyectaba una falsa apariencia de quietud y equilibrio: la pintura de De Chirico parecía materializar la conciencia de la soledad del hombre ante su destino, su estupefacción e impotencia ante los enigmas de la existencia.

En el espacio de dos décadas, por tanto, el arte había experimentado transformaciones radicales. Incluso había llegado a abandonar la representación formal de los objetos y de la figura humana, y lo había hecho, además, como un medio para, paradójicamente, mejor representar la realidad. Difícilmente podía haber sido de otro modo. Por un lado, ello fue resultado de la afirmación del individualismo radical de los propios artistas, condición irrenunciable ya de todo el arte y la cultura modernas (individualidad creadora que nadie encarnó mejor, en el siglo XX, que Picasso); por otro, esa multiplicación de nuevas y desconcertantes visiones artísticas que se produjo a partir de 1900 traducía fielmente la desorientación, incertidumbre y desconcierto que parecía haberse instalado, como hemos visto, en la conciencia de intelectuales, escritores y científicos europeos. Así, al filósofo español Ortega y Gasset, el Cubismo, el arquetipo de todo el arte nuevo, le parecía un "fenómeno de índole equívoca", y por eso, le parecía la pintura lógica para una época donde todos los grandes hechos eran -según escribiera en La deshumanización del arte (1925)- igualmente equívocos. Y lo mismo, la abstracción: "la aspiración a un arte completamente abstracto -escribió Simmel en 1921- nace del sentimiento de que la vida es imposibilidad y contradicción".